Sobreviviente

Recuerdo el empalagoso aroma del kebab. Las conversaciones de balcón a balcón entre vecinos. La convivencia entre los colegas inmigrantes. Los acentos familiares. Las miradas de los curiosos. Esos detalles me hacían sentir más cerca de mi Bangladesh natal. Barcelona rápidamente se convirtió en un hogar y la Rambla del Raval en mi pequeño mundo. Allí tuve mi bautismo laboral en la ciudad condal a los veinte años, cuando apenas hablaba español, en un diminuto restaurante turco. Se empezaba a escribir una historia que merece ser contada.

Mi vida se desarrollaba casi en su totalidad en el territorio del gato de Botero, una colosal escultura de bronce en medio de la rambla. Algunos atrevidos se animaban a montarlo. Yo sólo le acariciaba sus gastados huevos todas las mañanas antes de entrar al trabajo. Decían que traía buena suerte, como tocarle la teta derecha a Julieta en Verona. Mustafá, un viejo amigo de mi padre y homónimo, Abdul, fue quien me regaló la posibilidad de establecerme en España. Algo que cambiaría mi vida rotundamente, pudiendo dejar atrás una compleja realidad que me hubiese condenado en mi país.

Preparábamos kebab, así que tuve que espabilarme en la cocina. Le fui cogiendo el truco. En el Raval nos conocíamos todos y primaba el respeto. Fueron años felices. Allí conocí a mi esposa Shaila, una belleza de la India que trabajaba como manicura en un salón de estética y que de vez en cuando comía en el local. La conexión fue automática, y casi sin darnos cuenta estábamos casados y criando dos maravillosos niños, Ali y Mohammed. Vivíamos en un pequeño departamento en la zona, apretujados, pero plenos y en armonía. Disfrutábamos del presente y de las cosas simples. En especial de ver crecer a nuestros hijos. Pase lo que pase siempre estaremos unidos por un hilo invisible, era el lema de nuestra familia.

Volaron los años. A mis treinta, el restaurante cerró sus puertas y tuve que buscarme la vida. La señora Victoria, una catalana que me conocía del barrio, me ofreció trabajo en su puesto de flores sobre el famoso paseo de Las Ramblas, frente al mercado de La Boquería. Aquí el movimiento de gente era constante. Se vendía lo que se podía, desde zapatillas hasta abanicos y souvenirs. El aroma de las flores me reconfortaba entre tanto caos. Barcelona parecía cada vez más concurrida. Se estaba convirtiendo en un parque de atracciones, como leíen un grafitipor ahí.

Llevaba tres años trabajando allí. El reloj marcaba las 17 horas, un 17 de agosto del 2017. Estaba de rodillas acomodando un pedido de orquídeas recién llegado, focalizado por completo en mi tarea. Todo pasó muy rápido. El fuerte ruido de un motor, gritos de pánico, gente corriendo y oscuridad. La luz se apagó. Desperté en el hospital. Allí me enteré que había sobrevivido a un atentado terrorista, donde murieron dieciséis personas tras un atropello masivo por parte de una furgoneta. No sentía las piernas. El golpe en mi columna me había dejado paralítico. Pero seguía con vida, y con más fuerzas que nunca. La señora Victoria no tuvo la misma fortuna. Sigo cuidando las flores en su memoria y en la de todos aquellos que ya no están. El gato de Botero me trajo suerte. Vivo cada día como si fuera el último, porque la vida es un instante. Agradezco todo lo que tengo. No pongo mi atención en lo que me falta y no puedo controlar. Tomo esta tragedia como una oportunidad. Agradecido por poder contar mi historia, por tener a mi familia que me acompaña; por ser un sobreviviente. 

Aclaración: Este relato es ficcional y sus personajes son inventados, aunque se basa en un suceso real.

Acerca de Diego Fina

Marketing Manager +íon Percussion
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