Conocer Toledo resultó un fuerte impacto para mis sentidos, tal vez la primera gran sorpresa en mi último viaje de mochilero. Si bien ya había conocido Madrid (estaba viviendo allí) y otros atractivos sitios vecinos, tales como San Lorenzo de El Escorial o Aranjuez, esta vez era diferente. En aquellas ciudades el cosquilleo vino por el lado de los grandes palacios y jardines, imaginando las viejas dinastías españolas, sin embargo este paisaje era por completo diferente y particularmente incentivaba mis ganas de sumergirse en sus rincones sin perder el tiempo. Es que parecía haber despertado en el medio oriente: las influencias musulmanas eran latentes y novedosas en relación a lo hasta entonces conocido.
Fui en tren desde Madrid por tres días. Camine desde la estación hacia el corazón de Toledo, y a los pocos metros de andar el asombro hizo su rápida aparición, motivado por un puente desde el cual se veía hacia un lado el río junto a algunas llamativas construcciones y, por el otro, la ciudad edificada en las alturas con la catedral como guardiana. Habría que traspasar las murallas por la simbólica Puerta de Bisagra para luego ascender por unas calles empinadas, con el beneficio de un clima benévolo y un cielo celeste que empapaba el entorno de luz. Toledo está situada en una colina de cien metros de altura sobre el río Tajo y es conocida como la ciudad de imperial o de las tres culturas por haber hospedado durante siglos a cristianos, judíos y musulmanes. Esta mezcla de culturas iba a acompañarme a cada paso en una práctica tan intensa como espiritual.

Una de las calles de Toledo.
Tenía anotado un hostel particularmente económico (cerca de 10 euros) y su encuentro no fue sencillo. Luego de preguntar y perderme por las estrechas callecitas desoladas con el sello arábigo en un verdadero laberinto arribé al alojamiento, con la mala suerte de que no había ni una cama libre. Pero me recomendaron otro similar que quedaba bastante más arriba, aunque cercano a las principales atracciones arquitectónicas, por lo que me dirigí hacia allí ansioso por dejar mi mochila y explorar el terreno. Vale aclarar que estos alojamientos pertenecen a la red de Albergues Juveniles, por lo que resultan más accesibles a los viajeros, siempre y cuando se haga el trámite correspondiente para obtener un carnet, cosa que ya había hecho. Ya más orientado transité por una cuesta acompañado a uno de mis lados por una vista inolvidable caracterizada por numerosas viviendas locales apiladas con sus techos de tejas amorronadas, que terminaba a metros del Alcázar y del nuevo hostel, en el cual me recibieron cordialmente y asignaron un lugar en una habitación compartida, una historia que se repetiría en incontables circunstancias durante el viaje.

El Puente de Alcántara.
No sería capaz de memorizar las nacionalidades de las personas con las que he compartido una pieza. En este caso recuerdo particularmente a un joven francés muy simpático y a otro estadounidense que viajaba hace meses y venía de hacerlo por Marruecos. Esta clase de gente sería la que de a poco incentivaría mi alma para animarme a dar un paso más. Con una mezcla de inglés y español, el francés me contó un poco de su historia, provenía de una familia muy humilde y trabajaba en el campo con su padre y hermano. El dinero que obtenía lo invertía en conocer otros lugares y culturas (nunca voy a nombrar la palabra “gasto” para referirme a los viajes, porque es la inversión más redituable que uno puede hacerle a su ser), más o menos lo mismo que estaba haciendo yo. Me invitó a su casa, a la que finalmente no pude ir meses más adelante cuando estuve por el país galo, pero el hecho habla del comienzo en la percepción de la increíble solidaridad de las personas. Luego de tanto andar no me canso de repetirlo: los mejor es la gente, en su inmensa mayoría, siempre dispuesta a dar una mano. No es suficiente quedarse con la visión segmentada de los grandes medios de comunicación, que derraman sangre y pesimismo en sus páginas de diarios o transmisiones televisivas manipulando a las masas cegadas. La mejor manera es comprobarlo por uno mismo, y eso fue lo que hice, llevándome una visión de la realidad muy alentadora. Por su parte, el estadounidense avivó mis ansias de conocer Marruecos, un sueño que poco tiempo después cumpliría y a partir del cual sentaría un precedente en mi manera de ver las cosas; un antes y un después en la recta histórica de mi vida.

Las estrechas calles de la ciudad amurallada.
Sepan comprender estos lapsos reflexivos, resultan inevitables al recordar tantas sensaciones y no alcanzan las palabras para describir semejantes vivencias. El primer día, como ya estaba oscureciendo, no me alejé demasiado en mi recorrido, visité el imponente Alcázar, el Museo del Ejército y parte de la ciudad de noche. La jornada siguiente me zambullí en la magia de su casco histórico, caminando por horas y adentrándome en museos (como el Del Greco o el de Santa Cruz), iglesias, sinagogas, monasterios, la mezquita, puentes romanos, enormes puertas y plazas. Había una mística especial, que percibí especialmente en la enorme Catedral (más aún iluminada por la noche) y en el Puente de San Martín, ambas zonas con hermosas vistas y miradores de cuento. Al tercer y último día, antes de partir decidí bordear toda la ciudad amurallada siguiendo el río Tajo, en lo que fue un acierto, ya que me codeé con paisajes únicos fuera del recorrido turístico tradicional. El trazado de la ciudad era especialmente confuso y atractivo a su vez, rodeado por una atmosfera relajante pese al elevado número de turistas de todas partes del mundo, que en general iban sólo por unas horas.
Había dejado mi mochila en el hostel, por lo que regresé a buscarla y emprendí la vuelta hacia la estación de trenes, para llegar a Madrid por la noche. Toledo había despertado en mí esa llama sagrada e impulsado aún más las ganas de sorprenderme fuera de esa zona de confort que había dejado en Argentina. Los días sería todos diferentes e indescifrables, en una aventura que recién empezaba.

Puente de San Martín.

Río Tajo.