El gran problema era conseguir entradas para ver un partido de mi país. Anteriormente había intentado obtener una en todas las instancias mediante la web de la FIFA sin éxito, pero mi ilusión era presenciar el duelo de octavos de final en Sao Paulo como sea. No quedaba otra que la reventa, sus precios exorbitados y todos los temores que pueden surgir al respecto. Tras un arreglo frustrado en el cual no cumplieron con la palabra, mediante las redes sociales logré contactarme con un alemán que vendía un ticket a un costo bastante más razonable de lo que pedían en general. No dude y el mismo día me encontré con él y su hermano en una estación de servicio a unas pocas estaciones de metro del departamento. Hicimos el intercambio y ahora era cuestión de esperar que saliera todo bien. No dudaba en que la entrada fuera oficial ya que se notaba en el papel y en un chip que se veía a trasluz. Pero mi miedo era que pidieran identificación al ingresar al estadio, ya que por supuesto no estaba a mi nombre. Aunque sabía que esto era poco probable ya que prácticamente nunca había habido controles de este tipo al respecto.

En la Arena de Corinthians.
Como ya había ido a ver Bélgica contra Corea del Sur sabía de memoria cómo llegar, los accesos y demás. Tras unas conexiones me bajé en la estación de metro correspondiente y caminé rodeado de fanáticos hasta la Arena de Corinthians en un clima mundialista que despertaba los nervios. Llegó el momento. Nadie me pidió el documento. Coloqué el ticket en el sensor. Escuché unos de los sonidos más hermosos que recuerdo y crucé el molinete. Estaba adentro, no lo podía creer. Fue allí cuando me saqué un peso enorme de mis espaldas, dejé atrás los miedos y rompí en llanto como pocas veces en mi vida. Eran lágrimas de alegría, puras y cristalinas, me salían del alma. Ya adentro, unos argentinos me pidieron que les tome una foto, así que tuve que limpiarme la cara como pude y relajarme un poco. Me sentía avergonzado y no quería que me vieran llorar, pensarían que era un loco, de hecho faltaban como tres horas para el partido ante Suiza. Pero la pasión no se puede controlar y jamás olvidare la profunda sensación de alegría que sentí aquel día. Estaba cumpliendo un sueño, esto era muy importante para mí.
De a poco la Arena se fue llenando. Los controles eran escasos, así que ni siquiera respeté mi número de asiento que era muy alejado y me quedé atrás de unos de los arcos donde estaban la mayoría de los argentinos. Se veía impecable. Ya me había calmado, pero no por mucho tiempo. Salieron los equipos y el momento del himno nacional con el famoso grito de los hinchas me puso la piel de gallina. El duelo se dio parejo y encima Suiza tuvo varias situaciones claras para convertir que no aprovechó. Las pulsaciones estaban a mil y se acercaban los penales, casi no quedaba tiempo. Pero teníamos al mejor del mundo, al ancho de espadas. El genio Lionel frotó la lámpara. Agarró la pelota casi en mitad de cancha y encaró, furioso, con los ojos bien abiertos y llenos de orgullo. Se llevó a varios rivales a la rastra y habilitó magistralmente a Di María para que inflara la red. El grito de gol de miles de almas albicelestes terminó con los cantos de los brasileños que nos daban la despedida anticipada. Otra vez las lagrimas y un abrazo eterno con un desconocido. Unos minutos más de calvario y el pitazo final. Estallé de alegría revoleando mi bandera, que estaba toda machucada de tantos aprietes con mis manos. Dicen que cuando algo cuesta mucho aún más se disfruta al conseguirlo, y así fue. Una verdadera fiesta.

Arena de Corinthians.
Algo que me sorprendió mucho fue la salida del estadio. Caminamos cerca de cinco cuadras valladas rodeados de brasileros que venían de los pueblos humildes de la zona. Parecíamos estrellas de rock. Gritaban y pedían que les demos algún recuerdo, como los vasos de las bebidas o lo que fuera. Esto fue un baño de realidad, el mundial definitivamente no estaba hecho para los que menos tienen. El pueblo brasileño realmente se quedó afuera. La adrenalina por todo lo acontecido seguía a flor de piel y el buen presentimiento que tenía desde mi llegada me estaba dando la razón.
A todo esto seguí conociendo la ciudad. Probé mi primera (de muchas) coxinha, una especie de masa frita rellena con pollo, en la Rua Augusta. La misma está plagada de bares y según me contaba Daniel representa la esencia completa de Sao Paulo, ya que se inicia en la parte más exclusiva y termina en una zona humilde donde abunda la prostitución, pasando por varios matices. También fui al Museo del Fútbol, un ejemplar patrimonio de las hazañas brasileñas y sus grandes ídolos. Un día fuimos con Dani a visitar a su familia en las afueras, almorzamos con ellos y luego conocimos el templo budista Zu Lai y la feria del pueblo de Embu das Artes, muy pintoresco, colonial y repleto de artesanos. Por supuesto tampoco me perdí el sabroso sándwich de pernil, que suelen comer cuando van a la cancha, como el choripan en mi país. Fui un par de veces a la bohemia zona de Vila Madalena, plagada de pubs y epicentro de la diversión nocturna. También nos juntábamos en alguna casa y allí no podía faltar la cerveza y la música, con cantos, instrumentos y una alegría bien propia y admirable de los brasileros.

Templo Zu Lai.
Llegaron los cuartos de final ante Bélgica y los presencié en el Fan Fest. Otra victoria, ajustada. Todo iba mejor de lo pensado y ahora era el turno de semifinales contra Holanda, luego de la fatídica e histórica derrota de los locales ante Alemania por goleada. Ya no era posible una final sudamericana. La idea era presenciar el partido otra vez en el Fan Fest con Kadu y Daniel (un amigo de su homónimo), pero esto fue imposible ya que horas antes estaba desbordado y no permitían el ingreso a más personas. Entonces lo vimos en un bar cercano, que minutos antes del inicio colapsó de gente, casi todos argentinos que no paraban de cantar y golpear las mesas o lo que hubiese a mano. Lo demás es historia conocida. Esa definición por penales que quedará en la memoria para meternos en una final luego de veinticuatro años. La emoción fue única. Me costaba creer lo que estaba sucediendo, pero no quería que nadie me despertara de este sueño hermoso. Cientos de argentinos nos reunimos en un sector céntrico y lo hicimos nuestro, juntos, felices, desaforados. El “Brasil decime que siente…” sonaba cada vez más fuerte. Nos íbamos a Río de Janeiro con el pecho inflado y una ilusión enorme.

Festejos en Sao Paulo tras el pase a la final.