La elegancia de París (segunda parte)

Los días siguientes me dediqué a perderme sólo por las calles parisinas. Las distancias entre los atractivos locales son amplias, no como Madrid donde casi todos ellos están relativamente cerca. Por eso el metro es una buena opción, o bien el bus turístico si se cuenta con poco tiempo. De todas formas utilicé, como de costumbre, mucho mis pies. De esa forma se descubren lugares que no figuran en los mapas o rutas turísticas. Bordeé varias veces el Río Sena, por el cual también se puede navegar en pequeñas embarcaciones. Cada puente es distinto, al igual que su historia. El Puente de las Artes cuenta con la particularidad de cobijar cientos de candados con las iniciales de parejas que se juran amor eterno.

Vista desde la cima de la Catedral de Notre Dame

Vista desde la cima de la Catedral de Notre Dame.

En la Isla de la Cité la imaginación entra en escena. Llegaba el momento tan esperado de conocer el sitio donde se escondiera el jorobado de Notre Dame, personaje ficticio que marcó parte de mi niñez con la famosa película animada. En la Catedral homónima este paseo por mi infancia se tornó palpable, entre gárgolas petrificadas en lo alto, antes de llegar al campanario, escueto y húmedo. Las vistas, inigualables, desde donde se puede apreciar la arquitectura típica de la ciudad con ojo de águila. Acceder al interior es sencillo, pero hay que consultar los horarios para ascender que son limitados y muy solicitados por cientos de personas que a diario hacen fila por un largo rato. Sin dudas vale la pena porque allí arriba sucede la magia. Como si fuera poco, a un par de cuadras la Iglesia Ste-Chapelle corona un paseo encantador con sus enormes vitrales de colores que dan paso a la luz del sol de manera celestial. He aquí una verdadera joya del arte gótico.

Fue una gran fortuna estar alojado en Montmartre. De por sí ya caminar por sus estrechas y empinadas callejuelas o admirar sus edificios resulta una gran experiencia, pero son varios los sitios que merecen una visita en el para mi gusto barrio más peculiar de París. A fines del siglo XIX Montmartre tenía mala fama por culpa de los cabarets y burdeles que se instalaron en la zona, pero con el tiempo su imagen negativa se revirtió gracias a la llegada de artistas cautivados por su mística, que le cambiaron la cara. El símbolo de esta zona es la majestuosa Basílica del Sagrado Corazón. De casualidad creo que la visité un día de fin de semana al atardecer, y esto fue lo mejor que me pudo haber pasado. Con el sol escondiéndose, me senté en las escaleras mientras observaba un espectáculo de músicos callejeros con una panorámica que se quedaría grabada en mis retinas. No tan lejos están el bar de Amelie y el Moulin Rouge.

Pirámide del Museo de Louvre

Pirámide del Museo de Louvre.

Había tanto por ver aún. El prestigioso Museo de Louvre, aposento por ejemplo de  la Gioconda o la Venus de Milo, les puede tomar muchas horas a los amantes del arte y las grandes obras, algo que no fue mi caso. En el patio, una enorme pirámide de vidrio y aluminio es la puerta de entrada, abrigada por los prolijos jardines de l’Oratoire y de l’Infante. A pocos metros inicia el extenso Jardin des Tuileries, desde donde surge la prolija Avenida des Champs-Élysées, cercana al Grand Palais, al Museo de Quai Branly y a la Cité de l’Architecture et du Patrimoine.

Por las noches Paris se viste de gala, es un mundo paralelo, cada rincón es diferente. La Torre Eiffel muestra su mejor cara. Ahora sí me sentí seducido por ella, iluminada con luces de colores y en guardia como un faro con esa luz en la cima que se desliza entre las penumbras. Las mejores vistas nocturnas se aprecian desde la terraza de la torre Montparnasse, el segundo rascacielos más alto de Francia. Recomiendo ir al atardecer, para de este modo fundirse entre las tantas tonalidades lumínicas hasta la oscuridad. Además la oferta nocturna de bares, restaurantes y demás es generosa.

Desde lo alto de la torre Montparnasse

Desde lo alto de la torre Montparnasse.

Adentrarse en el barrio de Le Marais con sus mansiones privadas, pubs y bullicio, ver un concierto en Palais Garnie o una obra de teatro en la Opera Bastille o en la Comedie Francaise, tomar un trago en las zonas de Menilmontant o la Bastille o visitar Centre Pompidou, Museo d’Orsay, Mueseo Rodin, Cimetiere du Pere Lachaise, Parc de la Villette son otras opciones que bien valen la pena. Al mismo tiempo La Défense y Saint Denis son sectores también interesantes. En las afueras la ciudad: Vaux le Vicomte, Fontainebleau, Senlis, Chantilly, Chartes. Claro que se necesita más tiempo. Y la frutilla del postre: el Palacio de Versalles. De fácil acceso en tren, me tomó un día entero la visita, ya que el complejo es muy amplio y posee un gran número de impecables jardines.

Tras dos semanas en París dejé la mayoría de mis cosas en la casa de Jose y me fui a recorrer parte del noroeste. Me alojé en un albergue juvenil en Rennes y desde allí fui y vine al Mont Saint-Michel, a Saint-Malo y a Josselin. Pero ya escribiré al respecto de esta maravillosa región. Me empapé, tomé frio y volví muy enfermo, estuve un par de días más en París con fiebre y bajo los entrañables cuidados de Inés logré una rápida recuperación que me permitiera partir a Inglaterra (Londres, donde todo sucede) y luego a Irlanda (San Patricio en Dublín y un paseo por Dalkey), donde me esperaban unos colegas mexicanos que había conocido en España y Portugal. Me llevé un recuerdo imborrable. Pese a ser un amante de la naturaleza y de los pueblos más remotos, debo admitir que la capital francesa me atrapó con sus monumental arquitectura y sus aires de romanticismo. Ahí estará, elegante, para cuando me toque volver.

Palacio de Versalles.

Palacio de Versalles.

Acerca de Diego Fina

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